Me adentro al cabo de los años, en un cuentecito (o apólogo, mejor; o tal vez, parábola) de Kafka que apareció en vida del autor en el volumen de relatos titulado “Un médico rural”. Tras su muerte, se publicó inserta en el capítulo noveno de El proceso. Lo he vuelto a leer al albur de la lectura de otro libro -un buen lector descansa de un libro leyendo otro-, la transcripción de unas conferencias del filósofo francés Jacques Derrida sobre los límites y contradicciones de la capacidad y acto de juzgar (editadas en forma de libro por Avarigani con el título de Prejuzgados). Derrida lo transcribe entero -es muy cortito- y a mí me ha apetecido hacerlo también aquí, por si los amigos de Sibila no lo conocen.
Uso, sin embargo, no la versión más difundida en castellano, sino la traducción que realizó Jorge Luis Borges -el mejor escritor kafkiano en español- en 1938, en la revista El Hogar. El apólogo tiene mucha miga, como pueden comprobar enseguida tras leerlo. Y ha generado muchas reflexiones e interpretaciones. Desde la extensa e inteligente indagación que dedicó Lorenzo Silva al Derecho en la obra de Kafka, en su cuarta entrega -donde explica que esta parábola entraría, junto a El Castillo, en el ciclo de la búsqueda de redención o acogida en la obra del autor checo- hasta una pequeña redacción escolar de 2009, que he encontrado en un blog del complejo penitenciario de Devoto, en Buenos Aires; supongo que escrita por algún preso. Nada más kafkiano
Como kafkianos son los múltiples procesos en que anda enmarañada de siempre la actualidad española. Y sin más, el cuento:
Ante la ley
Hay un guardián ante la Ley. A ese guardián llega un hombre de la campaña que pide ser admitido a la Ley. El guardián le dice que ese día no puede permitirle la entrada. El hombre reflexiona y pregunta si luego podrá entrar. «Es posible», dice el guardián, «pero no ahora». Como la puerta de la Ley sigue abierta y el guardián está a un lado, el hombre se agacha para espiar. El guardián se ríe, y le dice: «Fíjate bien: soy muy fuerte. Y soy el más subalterno de los guardianes. Adentro no hay una sala que no esté custodiada por su guardián, cada uno más fuerte que el anterior. Ya el tercero tiene un aspecto que yo mismo no puedo soportar.» El hombre no ha previsto esas trabas. Piensa que la Ley debe ser accesible en todo momento a todos los hombres, pero al fijarse en el guardián con su capa de piel, su gran nariz aguda y su larga y deshilachada barba de tártaro, resuelve que más vale esperar. El guardián le da un banco y lo deja sentarse junto a la puerta. Ahí, pasa los días y los años. Intenta muchas veces ser admitido y fatiga al guardián con sus peticiones. El guardián entabla con él diálogos limitados y lo interroga acerca de su hogar y de otros asuntos, pero de una manera impersonal, como de señor poderoso, y siempre acaba repitiendo que no puede pasar todavía. El hombre, que se había equipado de muchas cosas para su viaje, se va despojando de todas ellas para sobornar al guardián. Éste no las rehusa, pero declara: «Acepto para que no te figures que has omitido algún empeño.» En los muchos años el hombre no le quita los ojos de encima al guardián. Se olvida de los otros y piensa que éste es la única traba que lo separa de la Ley. En los primeros años maldice a gritos su destino perverso; con la vejez, la maldición decae en rezongo. El hombre se vuelve infantil, y como en su vigilia de años ha llegado a reconocer las pulgas en la capa de piel, acaba por pedirles que lo socorran y que intercedan con el guardián. Al cabo se le nublan los ojos y no sabe si éstos lo engañan o si se ha obscurecido el mundo. Apenas si percibe en la sombra una claridad que fluye inmortalmente de la puerta de la Ley. Ya no le queda mucho que vivir. En su agonía los recuerdos forman una sola pregunta, que no ha propuesto aún al guardián. Como no puede incorporarse, tiene que llamarlo por señas. El guardián se agacha profundamente, pues la disparidad de las estaturas ha aumentado muchísimo. «¿Qué pretendes ahora?», dice el guardián; «eres insaciable», «Todos se esfuerzan por la Ley», dice el hombre. «¿Será posible que en los años que espero nadie ha querido entrar sino yo?» El guardián entiende que el hombre se está acabando, y tiene que gritarle para que le oiga: «Nadie ha querido entrar por aquí, porque a tí solo estaba destinada esta puerta. Ahora voy a cerrarla.»
Franz Kafka
(Versión de Jorge Luis Borges, 27 de mayo de 1938, publicada en El Hogar)